Temas para vivir mejor

QUÉ SIGNIFICA “VER” A TUS HIJOS



Decir que los niños necesitan ser vistos, no es una metáfora. A los bebés y a los niños hay que –literalmente- verlos a los ojos y muy específicamente, mirarlos cuando nos hablan.  Basta que observes a cualquier niño que está diciendo algo a su mamá, papá o a cualquier otra persona emocionalmente significativa para él.  Aun cuando se le esté respondiendo o dando otras señales de que se le escucha, la criatura le tira el brazo con fuerza a su interlocutor/a, le toca la pierna, le jala la ropa, hasta que logra que le mire directamente; y es hasta entonces que  se siente escuchado.   

 

Un sinnúmero de estudiosos de la psicología infantil, recomiendan que cada vez que las circunstancias lo permitan, pero sobre todo cuando tenemos algo importante que decir, al hablarle a un niño nos pongamos en cuclillas para quedar a su altura, mientras le hablamos mirándole cara a cara. Dirigirnos a una criatura en esta posición, le hace sentir muy tomado en cuenta, y la comunicación con él alcanzará niveles mucho más profundos que el de las simples palabras.

 

Es muy normal y humano que los padres dejemos necesidades insatisfechas en alguna etapa de la vida de nuestros hijos.  Nuestros problemas, nuestras limitaciones, o nuestras propias necesidades infantiles insatisfechas, nos llevan a ser incapaces de satisfacer todas las de nuestros hijos. Esto inevitablemente dejará esos huecos que en alguna medida, casi todas (por no sonar absolutista y decir “todas”) las personas llevamos por la vida. Eso es normal y humano y no está mal en si mismo;  ya nuestros hijos lograrán ir sanando esas heridas emocionales. Pero el problema surge cuando las necesidades emocionales de los niños no han sido satisfechas ni siquiera en una mínima medida.

 

No obstante, como lo hablé con anterioridad, es posible compensar estas carencias emocionales en otras etapas de la vida, por ejemplo, cuando tenemos la bendición de ser amados por alguien, o involucrándonos en un proceso de curación interior, a través de nuestro camino preferido: psicoterapia, meditación, oración, o cualquiera de las múltiples alternativas que existen.

 

Cuando somos niños sin embargo, son nuestros padres quienes nos pueden hacer el gran favor de ayudarnos a satisfacer, aunque sea en cierta medida, las necesidades emocionales que por cualquier circunstancia se quedaron desatendidas en etapas anteriores.  Sobra decir que esto sanará enormemente nuestra vida emocional y nos permitirá convertirnos en adultos  sanos y felices. 

 

El caso de Mayra nos clarificará este punto:

 

Poco después de que su primera hija nació, sucedieron varios eventos que le hicieron sentir que el mundo se le venía encima. Su madre falleció y su esposo fue diagnosticado con cáncer de próstata; todo en un período de 6 meses. 

 

Abrumada y triste, y con la familia de ambos viviendo en una ciudad lejana, Mayra tuvo que dejar a su pequeña hija al cuidado de alguien más, para hacerse cargo de atender a su esposo, llevarlo a las frecuentes citas médicas para su tratamiento y así mismo atender el negocio familiar, mientras su marido se recuperaba. Ella comenta con tristeza que no tiene casi ningún recuerdo del primer año y medio de vida de su hija, porque el tiempo que pasó con ella fue muy poco.  

 

Alrededor de un año y medio después, el esposo de Mayra libró la batalla contra el cáncer y después de unos meses más para recuperar energías, volvió a hacerse cargo del negocio, lo que permitió a Mayra retomar el cuidado de su hija, ahora de casi tres años. Pero como es de esperar, las secuelas de la ausencia de la madre dejaron huella en el desarrollo emocional de la niña, quien se volvió sumamente demandante de atención y desarrolló una exacerbada “angustia de separación” que le impedía tener una vida social normal y sana, ya que cada vez que su mamá se le perdía de vista, lloraba y se angustiaba intensamente.

 

Al mismo tiempo, en ciertos momentos como cuando veían televisión, la niña literalmente se le colgaba del cuello y se quedaba aferrada a ella por un tiempo  que a Mayra le parecía una eternidad. De la misma forma, cada que podía la abrazaba con fuerza y le pedía que se acercara para darle besos. 

 

Estos comportamientos de la niña abrumaban a Mayra, pero sobre todo, le preocupaban, haciéndola dudar si debía permitirlos o no, razones  por las cuales, a unos instantes de que la niña comenzaba, ella la alejaba y le decía algo como: “¡ay ya! Es entendible que esta especie de posesividad de la hija agobiaba a Mayra, pero también es cierto que eran intentos de la criatura por “beberse, comerse” la presencia materna que le faltó en sus primeros casi tres años de vida. Y mientras más la madre rechazaba, más la hija se apegaba a ella. 

 

Cuando los niños experimentan esta extrema angustia de separación, que es el producto de no haber podido establecer lazos emocionales con la madre y por tanto la confianza básica[1], ­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­se “pegan” a su madre impulsados por un sentimiento de inseguridad que si le ponemos palabras diría: “si te suelto me abandonas”. Está comprobado que cuando se da una separación temprana de la madre, en el cerebro del bebé se incrementan los niveles de la hormona corticotropina, la sustancia bioquímica del miedo.

 

La angustia de separación puede acompañar a la persona por el resto de su vida (a menos que lo sane). Esta se manifiesta de maneras muy características, por ejemplo, sufriendo demasiado por las despedidas, experimentando repetidamente sensaciones de soledad y desprotección,  y con frecuencia, temor a perder el autobús o el avión. Cuando lleva a cabo actividades en grupo, le acompaña una sensación que si le ponemos palabras diría: “no me les vaya a olvidar”. 

 

Pues bien, volviendo al caso de Mayra, la recomendación que le hice fue que le permitiera a la niña tener libremente sus “sesiones” de abrazos y besos, sin rechazarla en lo absoluto, ni hacer al mismo tiempo otras cosas, sino totalmente “entregada” al momento; sería la niña quien decidiría cuándo parar. Y si a Mayra le fuera realmente imposible atenderla en el instante en el que la  niña requería su “sesión”, le diría que en ese momento no podía, y que la esperara  hasta…, cumpliéndole como un compromiso sagrado (porque lo es).  

 

Esto tenía la finalidad de permitir a la niña “llenarse de mamá”… tomarla, satisfaciendo así las necesidades que su ausencia dejó insatisfechas.

 

Cuando Mayra comprendió las razones que llevaban a su hija a “pegarse como lapa” (como ella decía), así como lo que su comportamiento rechazante provocaba, y el objetivo que perseguíamos con el nuevo proceder que le sugerí, le fue muy fácil e incluso agradable llevarlo a cabo.  Me dijo que disfrutaba esos momentos en que ella y su hija tenían tan cercano contacto, y los lazos emocionales entre ellas se estrecharon cada vez más, al punto de que en un momento dado la niña, por propia iniciativa, fue acortando cada vez más el tiempo que duraban sus “sesiones de apapacho”, como le llamaban, y eventualmente pareció perder interés en ellas. Dichas sesiones, según me contó Mayra, duraban como tres minutos en los que la niña le rodeaba el cuello y le daba uno tras otro, sonoros besos en la mejilla.

 

No es ninguna sorpresa que haya llegado el momento en que la criatura dejó de necesitarlo; cuando entendemos todo el contexto de la situación, es posible comprenderlo del todo.  Un niño cuyas necesidades emocionales fueron satisfechas por la amorosa presencia de los padres en sus primeros años de vida,  no se angustia de esa forma cuando estos no están a su lado, porque saben que aunque físicamente no estén cerca, ahí están, y vendrán por ellos. 

 

Así mismo, sus necesidades de atención y muestras de afecto –aunque siempre los necesitan-  no tienen la energía demandante y posesiva de las criaturas que como la hija de Mayra y por cualquier circunstancia, no tuvieron en sus primeros años la presencia amorosa de sus padres, y muy especialmente de su madre. 

 

Cuando la  angustia de separación gestada en la infancia no ha sido sanada, quien la lleva  experimenta ese estado aun en la edad adulta, ante separaciones de pareja, cambios de vida no deseados o inesperados, situaciones o personas desconocidas, etc.  

 

En algunos casos, los niños con estas carencias lo manifiestan de una manera diferente: están enojados.  O más bien diría: son niños enojados, con un constante mal humor. Muchas veces, madres de estas criaturas me dicen: “yo trato de abrazarlo y me rechaza”. Pero esta actitud de enojo y rechazo hacia su madre o padre, es sólo una máscara para ocultar su enorme necesidad de ella o él, y su doloroso miedo a no tenerla/o, tal como le sucedió en el pasado. Si le pongo palabras a esta dinámica inconsciente diría: “mejor no me abro emocionalmente, no vaya a ser que sufra de nuevo tu abandono”. 

 

Así pues, en realidad esos niños sí están enojados con su madre o padre; abierta y enfáticamente los rechazan cuando tratan de abrazarlos o hablarles, debido a lo que han experimentado como abandono. Y en este caso, las palabras para esa dinámica inconsciente serían: “tú me rechazaste primero, ahora yo te rechazo”.

 

Como aclaré con anterioridad, cuando hablo de abandono, no me refiero necesariamente a uno del tipo en el que literalmente el padre o la madre se van para siempre de la vida de sus hijos; en algunos casos así lo es, pero en otros, el hecho de que los padres pasen mucho tiempo lejos de sus hijos por cualquier circunstancia, ellos lo viven como un abandono.

 

Por eso, y por mucho más, insisto tanto en que las madres con bebés o hijos pequeños, sean capaces de entender las prioridades de la vida; que comprendan la enorme importancia de estar presentes por lo menossus primeros dos años. La trascendencia que el hacerlo o no, tiene para el resto de la vida de esos niños, es indiscutible.   



[1] “Confianza básica” es un sentimiento de seguridad que adquiere el bebé a través de su vinculo con la madre. 


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