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¿POR QUÉ LE DAMOS TANTO PODER AL TELÉFONO?


¿POR QUÉ LE DAMOS TANTO PODER AL TELÉFONO?

 

 

No quiero ser malinterpretada como “telefonofóbica” o “celularfóbica”. De hecho, me encanta el teléfono en todas sus presentaciones y usos, y disfruto muchísimo el utilizarlo.  En una ocasión una amiga me dijo molesta: “¡ay Martha, qué bárbara!, ¡cómo tardas en tus llamadas. El teléfono es para emergencias!” Y yo le respondí: “El tuyo será para emergencias mi reina; el mío  es para disfrutarlo”.

 

No obstante, aún cuando es obvia mi buena relación con el teléfono, me impresiona la tiranía que éste ejerce sobre casi todos nosotros, o mejor dicho, que le permitimos ejercer. Hace unos días estaba arreglando un asunto con el gerente de un banco.  Tanto su teléfono fijo como su celular timbraron muchas veces, cada una de las cuales el susodicho me dejaba con la palabra en la boca o cortaba la frase que él estaba expresando, para contestarlo de inmediato, en un acto de sumisa obediencia al aparato; él era el amo y señor de nuestro tiempo y nuestros destinos en ese momento. El hombre parecía no ser consciente de su actitud, hasta que le pedí que por favor terminara de atenderme, ante lo cual se disculpó como ochenta veces y dejó de contestar el teléfono.

 

Eso sucede en todas partes: ya se trate de oficinas, tiendas, o hasta en ciertos consultorios médicos, en los que el irrespetuoso doctor nos interrumpe para atender al tirano cada vez que se le antoja timbrar. Parece ser que el teléfono tiene la prioridad en todos lados y en toda circunstancia. Pero lo que realmente me indigna, es cuando se le concede esa preferencia en situaciones tan importantes como estar hablando con un hijo, la pareja, un amigo, o cuando estamos comiendo, descansando o viendo una película, que ponemos en pausa para atender al tirano.

 

Cuando me reúno a comer con algunas amigas, una de ellas se pasa el 90% del tiempo (otra cosa sería si fuera el 5 o 10%) pegada a su inquieto celular, mientras las otras platicamos y disfrutamos de nuestros deliciosos manjares.  De cuánto se pierde y cuánto nos priva de su presencia y conversación, por su sumisa obediencia al celular. ¿Qué clase de convivencia es esa?

 

¿Por qué será que le damos tanto poder al teléfono –en cualquiera de sus presentaciones- y dejamos que rija de esa manera nuestra vida y nuestras relaciones? Muchas veces me lo he preguntado, y he llegado a las siguientes conclusiones: por una parte, a las personas no nos gusta quedarnos en suspenso; el escucharlo sonar y no contestarlo, nos deja una sensación de: “¿quién sería?” “¿qué querría?”, “¿qué me iba a decir?” y esa incertidumbre nos causa inquietud y nos lleva a veces a suponer que se trataba de la llamada más importante de nuestras vidas, y nos la perdimos. Por otra parte, las sorpresas nos encantan, y cada llamada de alguna manera es una sorpresa. Otro factor que creo que refuerza ese poder que le concedemos al teléfono, es simplemente un aprendizaje cultural, que está tan arraigado en el inconsciente colectivo, que ni siquiera nos detenemos a cuestionarlo.

 

En otro sentido, tenemos tal tendencia  a sentirnos el centro del universo, que estamos convencidos de que si no lo contestamos, el mundo entero entrará en caos. Mi colega Rogelio Caballero le dice a la audiencia antes de comenzar a dictar un curso o conferencia: “Por favor apaguen sus celulares. Corramos el riesgo de que el mundo entre en caos porque tú apagaste tu celular”. 

 

En estos contextos de eventos públicos, (cine, conferencias, conciertos, etc.) a mi no me cabe en la cabeza que se le tenga que pedir a la gente que apague su teléfono o lo ponga en vibración, porque si no, no lo hacen; ¡es sentido común! Y menos me cabe en la cabeza que algunos no acatan esta petición y peor aun, otros tienen el descaro de contestarlo cuando timbra y hablar a todo volumen, como si estuvieran solos en el lugar.  Cuando esto me llega a suceder durante alguna de las conferencias que imparto, me distrae y saca de flujo enormemente. Yo de plano me quedo callada, esperando que la persona termine de hablar para yo continuar.  Te confieso que en el fondo, también tengo una “mala” intención: deseo que el resto de los asistentes se den cuenta y callen a la persona, para así castigarla por andar compitiendo conmigo en eso de querer ser el centro del universo. 

 

Seguramente habrá otros aspectos además de los que he comentado, que nos llevan a ser esclavos del gran tirano llamado teléfono. Pero sean cuales fueren tus razones para contestarlo cada vez que timbra, sin importar lo que estás interrumpiendo, te invito a que reflexiones al respecto y le des a cada cosa la importancia que merece.  En mi opinión, no deberíamos interrumpir la comida familiar, las conversaciones con nuestros seres queridos, ni nuestro tiempo de descanso y esparcimiento, nomás porque el teléfono timbra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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