Temas para vivir mejor

Las mujeres en la relación de pareja


Las mujeres en la relación de pareja

 

Yo me he llegado a convencer de que las mujeres adultas de ésta generación  estamos muy resentidas con los hombres.  Y estoy hablando en plural porque, aunque habrá muchas que no, de alguna manera este hecho está en nuestro inconsciente colectivo[1] femenino y nos afecta a todas como género. 

 

Así pues, ese resentimiento que habita en el inconsciente colectivo de las mujeres, tiene sus raíces en las realidades que a lo largo de la historia nosotras hemos experimentado y en alguna medida y en ciertos aspectos, seguimos experimentando: abuso, sobajamiento, discriminación y sometimiento.

 

Nuestras antecesoras tuvieron que reprimir su naturaleza, sepultar sus sueños, acallar sus sentimientos y permanecer en la periferia de la vida y de la sociedad, para ser consideradas “buenas” mujeres, obedientes y sumisas. 

 

Algunas tuvieron que aguantar burlas, críticas y  rechazo para poder estudiar o realizar sus sueños. Otras renunciaron a su femineidad vistiéndose de hombres o adjudicándose un nombre masculino con el fin de lograr que sus obras y maravillosas creaciones tuvieran cabida en la sociedad.

 

Estuvieron también relegadas a un segundo plano (o quinto), en todos los asuntos y quehaceres sociales, hasta que los hombres “les dieron permiso” de votar, estudiar y realizar. 

 

También tuvieron que aceptar la idea de que sus hombres tenían el derecho de tener cuantas mujeres quisieran, mientras para ellas estaba prohibido el disfrute de su sexualidad, incluso con su marido. Y no les quedó más que tragarse su dolor y su indignación hasta ahogarse con ellos.

 

Todos lo sabemos: esas y muchas más, son realidades que las mujeres han… hemos, como género,  experimentado a lo largo de la historia. 

 

Pero por favor no me malinterpretes. No estoy diciendo que somos unas pobres víctimas; porque nos hemos cobrado, y nos seguimos cobrando con creces, cada uno de esos abusos y discriminaciones.

 

Yo trabajo con cientos de mujeres. Lo he hecho durante más de 16 años y además soy una mujer. Sé muy bien de qué estoy hablando.   

 

A veces me da la impresión de que las mujeres de esta generación, inconscientemente estamos (y sigo hablando en plural), reivindicando y vengando a nuestras abusadas, sobajadas y discriminadas antecesoras. Muchas mujeres me han dicho que a veces están muy enojadas con su pareja y no saben exactamente el porqué.

 

Y por si fuera poco, a este resentimiento colectivo, le anexamos las facturas personales que cada una va acumulando en su historia individual con su pareja.

 

Este resentimiento  nos ha llevado a perderles el respeto a nuestros  hombres. Constantemente los criticamos, los juzgamos, les reclamamos, nos quejamos de ellos y de mil formas los descalificamos y les enviamos el mensaje de “yo soy mejor que tú”: dándoles un codazo para sacarlos del juego en la educación de los hijos, porque “ellos lo hacen mal y nosotras bien”; invadiendo su territorio como proveedores y soportes familiares porque “no pueden con el paquete”; indicándoles constantemente “cómo le hagan” en todos los asuntos de la vida, porque “nosotras somos las que sabemos cómo”. 

 

¡Qué doloroso! ¡Qué dramático! ¡Qué importante y delicado es esto! 

 

Porque una necesidad fundamental para el hombre, es ser respetado y admirado por su mujer. Y cuando en lugar de eso es constantemente criticado, invalidado, descalificado, corregido y despreciado por ella, se va con “otra”. 

 

Esa “otra” no es una mujer (aunque a veces sí, pero los casos de infidelidad conllevan diversos factores y deben ser evaluados de forma individual). Esa “otra” puede ser su grupo de amigos, su pasatiempo o el deporte que practica, su trabajo donde pasa muchísimas horas, o hasta  el periódico, la computadora o la televisión que ve todo el tiempo cuando está en casa. La “otra” es cualquier cosa que le sirva para evadir la comunicación y la cercanía con su descalificadora y enjuiciadora mujer.

 

Y yo nos digo a todas nosotras: ¡tenemos que perdonar a los hombres!, y hacerlo también en nombre de nuestras antecesoras. Tenemos que recuperar el respeto hacia ellos. Porque al hacerlo le devolvemos a nuestros hijos el sagrado y sanador derecho de admirar, amar y honrar a su padre y nos devolvemos a nosotras mismas la dignidad, la paz y la plenitud.

 

¿Por qué no decidirnos a verles su luz, su valor, su sabiduría masculina, su fuerza, sus cualidades y virtudes?  ¿Por qué no hablarles de todo eso en lugar de criticarlos y descalificarlos? ¿Por qué no decirles “perdóname” y también “te perdono”? ¿Por qué no honrarlos y respetarlos?

 

Honrar y respetar a nuestro hombre no significa ponernos bajo su yugo; tampoco significa TENER que quedarnos a su lado aún cuando nos trate como basura. Significa más bien, que si hemos de estar a su lado, decidamos reconocerle y hablarle de todo lo bueno y luminoso que él tiene y encontremos  las formas de acompañarlo en todas las etapas de su vida.

 

Cuando un hombre, por ejemplo, está pasando por una difícil situación económica, las mujeres lo “castramos” a través de nuestras críticas, reclamos y comparaciones, o peor aún,  nos salimos de casa dejando a nuestros hijos, para trabajar porque “él no puede sólo”.  

 

Eso que parece apoyo, lo atora más, lo resta o hasta lo nulifica.  A un hombre no se le apoya en las malas rachas criticándolo, diciéndole “cómo le haga” o saliéndose de casa a trabajar. Se le apoya meditando, enviándole luz, orando por él, y diciéndole: “tú vas a poder salir adelante… tú eres muy capaz… esta es sólo una mala racha”.  

 

Aunque sé que hasta la mujer con más buena voluntad se puede llegar a desesperar a ratos en una situación como esta, lo cual es normal, también sé que  aquella cuya sabiduría femenina prevalece aunque tenga malos ratos, y  apoya a su hombre de ésta manera,  obtendrá recompensas más allá de sus más maravillosos sueños. La recompensa de sentirse en paz y de tener un hombre que se lo agradecerá  durante toda la vida. Cuando un hombre ha recibido esta clase de apoyo de su mujer, la convierte en su reina.

 

Hay otro importante aspecto donde es urgente que las mujeres recuperemos el respeto hacia nuestro hombre,  y es en el tema de la educación de los hijos. 

 

En mi  fascinante y gratificante vida profesional, estoy constantemente interactuando con padres y madres. No importa si se trata de una consulta personal, una conferencia o un curso, siempre, y digo siempre, surgen muchas preguntas de las madres que van por el mismo corte y que resumiré en una: “¿cómo le afectará a mis hijos  la forma en que su papá los educa?, porque es muy inmaduro (irresponsable, débil, terco, o cualquier otra).”

 

¿Por qué será que las mujeres creemos que nosotras somos las que lo hacemos bien y ellos los que lo hacen mal?

 

Déjame decirte mi querida amiga, que por el bien de tus amados hijos, dejes de ponerte en medio de ellos y su papá, al corregirlo constantemente con comentarios como: “no le digas así… hazlo de tal forma…etc., etc.”

 

 Es mucho peor que hagas eso y afecta más a tus hijos, que los “errores” que en tu opinión tu marido cometa en su afán de formarlos.  Porque poniéndote en medio no los dejas conectarse, comunicarse, absorberse. Les mandarás mensaje de que su padre es tonto e incapaz y los confundirás al desdecirlo y corregirlo constantemente. Y los hijos confundidos se sienten inseguros y desprotegidos.

 

A menos que el padre haga cosas que en verdad afecten a tus hijos como abusar física o verbalmente de ellos, o ponerlos en situaciones donde peligre su integridad, su bienestar o su vida, ¡déjalo en paz!, ¡déjalo ser padre a su manera!.

 

Se necesita mucha humildad para ello. La humildad para reconocer que tal vez no eres tú la que tiene la razón y de confiar en que el padre de tus hijos puede y sabe cómo.

 

Muchas veces veo con tristeza cómo las mujeres desperdiciamos los maravillosos recursos que nuestro hombre posee, al sacarlo de la jugada porque “no lo hace bien”. Con frecuencia le he hecho ver a mujeres con ésta actitud que la forma en que su esposo hace determinado manejo es excelente, sano y correctísimo,  porque en verdad lo es, aún cuando ellas lo critican por ello.

 

Otro aspecto del cual es importante hablar en este apartado, es el que se refiere a la situación social, familiar y personal que las mujeres de esta generación estamos enfrentando. 

 

Somos una “generación de transición”, lo que significa que los modelos de generaciones anteriores, que fueron nuestras abuelas y madres, necesitan ser adaptados a las necesidades y las realidades de la época en que vivimos. 

 

No quiere decir esto que no hay nada valioso en esos modelos y nada que aprender y conservar de ellas. Todo lo contrario; es necesario honrarlas, agarrándonos de todo lo bueno que de ellas hemos aprendido, porque eso nos da estabilidad y seguridad en esta cambiante y a veces desconcertante realidad en que vivimos.

 

Así pues, los modelos de nuestras antecesoras en cada uno de sus roles: como madres, esposas, hijas, trabajadoras o simplemente mujeres, no pueden funcionar del todo para las mujeres de esta generación de transición, pero tampoco tenemos nuevos modelos que seguir. 

 

Estamos abriendo camino, encontrando nuevas formas de ser mujeres, madres, esposas y trabajadoras. Estamos creando esos nuevos modelos  por ensayo y error, equivocándonos y acertando, pero sobre todo, experimentando mucha confusión y cargando con unas culpas ENORMES, que dudo que las mujeres de generaciones anteriores hayan experimentado.

 

¿Por qué? Porque nuestras abuelas y madres, por lo general, ya tenían trazado su destino por el simple hecho de haber nacido niñas. Ese destino consistía en prepararlas lo mejor posible para ser buenas esposas, buenas madres y amas de casa y buenas mujeres en general.  Muy honroso y sublime destino.  Pero significaba que no había elección. Sus alternativas eran: casarse, irse al convento o quedarse soltera, generalmente no por decisión, sino porque ningún hombre se había interesado en proponerle matrimonio, o porque sencillamente, la familia la necesitaba soltera.

 

Podríamos pensar que era terrible para nuestras antecesoras el no tener más alternativas en su vida, pero créeme, en un sentido debe haber sido cómodo. Porque el tener alternativas, como tenemos las mujeres de esta generación, puede causar angustia y desasosiego.

 

Así es, las mujeres tenemos ahora la libertad de tomar decisiones entre diversas alternativas: casarnos si deseamos, y con quien deseamos. Seguir casadas o no. Estudiar o no. Trabajar, o quedarnos dentro de las tibias paredes del hogar.  Y hasta tener el número de hijos que queramos. 

 

Es maravilloso tener alternativas y la libertad de elegir, pero esto, como dijimos, también causa angustia.  Porque el tomar decisiones implica  renunciar a cosas y correr riesgos en territorios en los que hasta hace unos años no habíamos pisado. Y algo muy difícil: tomar decisiones lleva implícita  la posibilidad de equivocarnos

 

Por todo ello, las mujeres experimentamos un fuerte conflicto interno entre el “quiero” y el “debo”. Nos preguntamos con frecuencia si estará bien atender nuestras necesidades y nuestros sueños o será simple egoísmo. Tenemos dudas y miedo de que nuestras decisiones afecten a nuestros hijos, aunque tal vez los beneficien. 

 

Y en este diario peregrinar por nuestro mundo interno, que tratamos de armonizar con el externo, a veces nos vamos al extremo, a cualquiera de los polos, y cometemos errores, pero también tenemos maravillosos aciertos y vamos día a día encontrando la pauta, el equilibrio, la reconciliación de los conflictos internos.



[1] El inconsciente colectivo está constituido por símbolos, formas de pensamiento, arquetipos y experiencias universales comunes a todos los seres humanos. Se manifiesta a través de conductas, rituales, arte, creencias, folklore y tradiciones. Podemos referirnos también al inconsciente colectivo relativo a un grupo como una familia, una raza o grupo social. (inconsciente colectivo familiar. Inconsciente colectivo de los mexicanos. Inconsciente colectivo femenino, etc.)

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