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He explicado en el capítulo anterior el asunto de la proyección porque es precisamente lo que de una forma inconsciente hacemos con nuestros hijos de cualquier edad: proyectar. ¿Proyectar que? Tus propias expectativas de la vida, tus frustraciones, tus etapas de la infancia o adolescencia donde dejaste conflictos sin resolver, tus “hubiera”, tus necesidades insatisfechas y también tus áreas de luz.
Tal vez al leer esto tu primera reacción sea: “por supuesto que no, yo no hago eso con mis hijos”, pero permíteme recordarte que simplemente no eres consciente de ello, no es precisamente que un día te hayas sentado a planear todas estas cosas, sino que el decir que no son conscientes significa que están manejadas por esa parte de la psique llamada precisamente, inconsciente, el cual está compuesto por impulsos inaceptables, deseos, experiencias y recuerdos que no pueden ser integrados por el yo, y aunque el inconsciente no se experimenta directamente, ejerce efectos profundos e influye significativamente en la vida de la persona.
La función del inconsciente es protegernos, resguardar todo aquello nos es difícil o doloroso enfrentar, intentar cerrar nuestros asuntos inconclusos echando mano de las herramientas personales de que disponemos y así proporcionarnos todo el potencial necesario para la curación y el cambio, porque el inconsciente no sólo es el depósito del material amenazante, sino el cofre de tesoros no descubierto, donde se encuentran tus recursos, tus aprendizajes, tus “cómos”.
Así pues, esto que estoy llamando la “parte oculta” de la relación con nuestros hijos, se da de manera inconsciente y no como producto de una decisión intencional y consciente por parte de los padres.
En mis cursos y conferencias comento que en toda familia conformada por dos o más hijos, siempre hay un hijo al que yo llamo ”oasis” y un hijo al que llamo “maestro”. El oasis es ese hijo o hija que casi casi se autoforma y se autoeduca, a veces parece que ya nació formado y educado. ¡Es tan fácil ser padre de ese hijo!, es responsable, no da problemas, y la relación con él o ella fluye fácilmente.
El hijo “maestro” en cambio, nos voltea al revés, es el que nos hace madurar, aprender y crecer, nos hace leer libros, ir a terapia, a cursos y conferencias para encontrar la forma de lidiar con él, nos hace voltear los ojos al cielo en busca de ayuda y con ello nos acerca a nuestra parte espiritual, a un Ser Superior como cada quien le llame o lo conciba.
Es difícil ser padre de estos hijos “maestros”, a veces creemos que están mal, que hay algo equivocado en ellos, pero creeme, no es así. Yo creo profundamente que nuestras almas -las de los padres y las de los hijos- se atrajeron mutuamente, para crecer juntos, dicho de otra manera, nosotros elegimos a nuestros hijos y ellos nos eligieron a nosotros y si te suena descabellado, revisa con detenimiento todo lo que ese hijo “maestro” te ha “obligado” a aprender y buscar, y las búsquedas siempre conducen a algo bueno. Con los hijos difíciles tenemos la mejor oportunidad de aprender, entre muchas otras cosas, el amor incondicional.
No significa que los demás hijos no nos ayudan a aprender y a crecer, lo hacen de diferente manera, por otros caminos; tampoco significa necesariamente que el hijo “oasis” será el más sano, exitoso y felíz, y que el hijo “maestro” será el enfermo, fracasado y desadaptado; te sorprenderá saber que con frecuencia, el hijo difícil es el más sano de la familia.
Hay muchos factores que debemos tomar en cuenta para emitir un pronóstico respecto a salud y enfermedad, o éxito y fracaso en la vida, incluso tendríamos qué definir a qué le estamos llamando éxito, fracaso, salud y enfermedad. Nos limitaremos entonces a decir que lo que pasa en la infancia o adolescencia de un hijo no determina necesariamente lo que será su vida adulta.
Comencemos ahora a explorar paso a paso cada una de esas proyecciones inconscientes que en alguna medida los padres hacemos con nuestros hijos, para que después de darnos cuenta, podamos encontrar juntos nuevas formas de relacionarnos.