Esta historia comenzó en 1998, en las tinieblas de mi negación y mi miedo. La misma negación y miedo de muchos padres y madres que no quieren ver. Y en efecto, yo no quería ver. ¡Mi hijo estaba dando tantas señales!: ojos rojos, olores extraños, malestar estomacal y nasal constante, mentiras, verdades a medias, cambios drásticos en su estado de ánimo y en sus patrones de sueño y alimentación. Pero mi campo perceptual no captaba esas señales; era una realidad demasiado dura para soportarla; echaba a tierra mis paradigmas[1] y creencias más profundas sobre el amor, la familia, la educación de los hijos.
Así pues, al no poder y no querer ver lo que me sería insoportable ver, se desarrolló en mí una especie de desasosiego y preocupación en relación a mi hijo, entonces de 18 años. No sabía por qué, sólo tenía esos sentimientos constantemente. A veces hablaba con él y me parecía que todo estaba bien.
-Tal vez sólo estoy estresada- me decía a mí misma.
Pero ahora sé con certeza que cuando una madre “siente” algo así, es porque en realidad ALGO está sucediendo.
Un día de esos, mientras descansaba y leía un fin de semana de junio, la voz de mi corazón habló tan fuerte que hasta mis oídos escucharon; o tal vez fueron mis Ángeles de Luz que me hablaron al oído. Y entonces oí, literalmente oí, una voz que me dijo claramente: “Paco está inhalando cocaína”.
El impacto que esto me causó me hizo incorporarme súbitamente y voltear en todas direcciones tratando de encontrar de dónde había venido esa voz. No podía ser yo misma. Créeme que, aunque soy una psicóloga, todo lo relacionado a adicciones y drogas, en esa época era para mí sólo un sub tema revisado superficialmente durante mi carrera. Ni siquiera estaba familiarizada con los términos asociados con la adicción. La expresión “inhalar cocaína” simplemente no estaba en mi vocabulario.
Al día siguiente llamé por teléfono al padre de mis hijos. Estábamos divorciados hacía 10 años; él está casado con una buena y valiosa mujer y tienen una hermosa hija, por entonces de 5 años. Le comenté lo que me había ocurrido y me tranquilizó diciendo:
- “No es posible, ¡la cocaína es carísima!, ¿de dónde va a sacar Paco el dinero para comprarla? No te preocupes, seguramente alucinaste”.
El no tenía idea, ni yo tampoco, de que en estos tiempos es posible conseguir cocaína –adulterada por supuesto- tan barata y tan fácilmente que está al alcance de cualquiera.
Entonces le “compré la idea”. Era más fácil suponer eso que enfrentar la cruda realidad.
Así pasaron un par de semanas cuando, una tarde, recibí una llamada de mi ex esposo, diciéndome:
- Paco va para allá en un taxi, no te vayas a asustar, vino a verme y al parecer tomó algo y está como desconectado. Acuéstalo y manténte al pendiente de él; no lo dejes salir, y otra serie de recomendaciones que se agolpaban en mi cabeza como avalancha, tan difíciles de entender y procesar que me dejaron en shock.
Al poco rato llegó mi hijo. La imagen que vi se impregno durante mucho tiempo en mi mente, como un tatuaje se impregna en la piel: sus ojos vidriosos, su andar como en cámara lenta, y ausente… lejano… perdido.
Lo único que atiné a decir fue:
¡Ay hijo mío!
El resto de esa tarde, estuve sentada al pie de su cama, observándolo mientras dormía en ese sueño artificial y extraño; experimentando un miedo tremendo, una inmensa tristeza, una tormentosa culpa, insoportablemente confundida y con todos mis paradigmas hechos añicos.
Me decía a mi misma:
-¡Esto no puede ser posible, esto sólo le sucede a los hijos que no tienen amor. Lo único que he hecho es amar inmensamente a mis hijos, he sido una muy buena madre, no puede ser que esto esté sucediendo, no en un hogar donde hay tanto amor, no a mi hijo!
¡Qué lejos estaba de la verdad!; una verdad sobre las adicciones que varios meses después conocí y que te voy a compartir más adelante.
Mi enorme ignorancia sobre la adicción me hizo suponer que eso era todo. Mi hijo se recuperaría durante la noche, se pasaría el efecto de la pastilla que tomó y todo volvería a la normalidad. No tenía idea de que eso era sólo el inicio; el primer tramo de un calvario que viviríamos durante diez meses.
A la mañana siguiente desperté temprano y fui a verlo, no estaba, se había salido durante la noche, tan sigilosamente, que mis oídos sensibles y entrenados a mantenerse alertas -como resultado de 10 años de llevar el timón del hogar- no pudieron escuchar.
A partir de ese día no volvimos a tener paz; ni él, ni mi hija Marcia, entonces de 20 años, ni su padre, ni yo. A partir de entonces todos aquellos signos que meses atrás no quise ver –ojos rojos, olores, comportamientos extraños, mentiras- se hicieron obvios ante mis ojos y empecé a atar cabos y a entender muchas cosas. La negación había quedado atrás y esta era la terrible realidad: ¡mi hijo estaba consumiendo drogas!.
[1] Un paradigma es un modelo que una persona tiene respecto a algo. La forma en que lo percibe, conceptualiza, interpreta y reacciona ante ello.