Cinco semanas parecieron una eternidad.
Aprendí a orar por mi hijo, sólo por orar, sin indicarle a Dios lo que debería hacer, convencida de que yo desconocía en gran medida los planes que el Alma de mi hijo tenía para él.
Aprendí a orar, no para que dejara de consumir drogas o volviera a casa, o sucediera tal cosa, sino para que viviera lo que tuviera que vivir y aprendiera lo que tuviera que aprender... y yo también.
Me convencí que su Alma usaría la Luz generada por mi oración, para lo que debiera ser utilizada, aun más allá de mi entendimiento.
Aprendí a confiar, absolutamente, en que mi hijo era mucho más sabio y capaz de lo que yo creía, y él podría salir adelante.
Aprendí a creer que un Poder Superior lo cuidaba y guiaba, mucho mejor de lo que yo podía hacerlo.
Aprendí a ver a mi hijo con los ojos del Alma, en lugar de con los ojos físicos, y desde los ojos del alma, él era un Ser luminoso, hermoso y sabio, ofreciéndome una experiencia que me estaba haciendo crecer inmensamente.
Y en el misterioso fluir de la vida, una tarde apareció mi hijo.
Estábamos en casa mi hija y yo, cuando él toco la puerta; las dos acudimos a abrir. Al verlo entrar nos quedamos pasmadas: estaba flaco, extremadamente sucio y maloliente, avejentado, como un anciano pordiosero.
Mi hija corrió al teléfono a llamarle a su padre y decirle que Paco estaba aquí. Yo me quedé frente a él, mirándonos a los ojos sin decir palabra. Yo me repetía una y otra vez en mi interior: ¿dónde está mi hijo? Lo buscaba desesperadamente tras esa apariencia desconocida para mí.
Y cuando dejé de juzgar su apariencia, cuando solamente lo amé tal como lo veía, ¡entonces lo encontré!... Encontré a mi amado hijo dentro de sus ojos hermosos y cansados... Encontré ahí dentro su luz y su belleza y sentí en mi corazón un inmenso amor. Y con todo ese amor incondicional desbordándose por cada uno de mis poros, por mi voz, por cada una de mis palabras, por mis ojos conectados con los de él, le dije: “hijo mío, no importa lo que hayas hecho, lo que estés haciendo y lo que te falte por hacer, yo te amo con toda mi alma” . El comenzó a llorar, y yo continué: “tu eres hermoso y luminoso hijo mío, eres muy bueno, todo lo que has hecho es porque las drogas te tienen así. Tú eres bueno y valioso hijo mío”.
Me puso las manos sobre los hombros y me dijo:
- Mamá, todavía no voy a regresar, todavía no termino.
Yo sentí que me moría, pero ese amor incondicional que me daba vida me sostuvo y le dije:
- Pues vete y termina hijo, y cuando estés listo para volver, cuando quieras aceptar ayuda y respetar los límites que ya conoces, aquí está tu casa, aquí está tu madre... siempre.
Algo me dijo por dentro: esto es el verdadero amor incondicional.
En ese momento llegó su padre. Ambos se abrazaron y lloraron. Salieron a la cochera y ahí se sentaron a platicar, no sé qué. Jamás lo supe. Nunca lo pregunté y nunca lo haré, porque era una de esas conversaciones sagradamente privadas entre hombres, entre padre e hijo, que entre ellos debe quedar.
Después de algunos minutos ambos entraron a la casa y mi hijo se despidió. Todo me pareció tan extraño, pero en mi interior sabía que eso estaba bien.
Hay algo que toca las fibras más profundas de mi alma, y es el hecho de que en momentos trágicos de la vida de nuestros hijos, los padres sacamos de no sé dónde (y sí sé de donde) una inmaculada capacidad de amor incondicional.
He visto a padres que tienen un gran rencor hacia un hijo (de cualquier edad) y fuertes conflictos con él, desbordarse en un amor infinito, compasivo e incondicional hacia ese mismo hijo, en momentos de la vida donde él está en medio de una tragedia, como puede ser una enfermedad, un accidente, la cárcel, un fuerte problema.
Ojalá los padres decidiéramos amarlos así, siempre, aún con todos sus errores y limitaciones...y los nuestros.
Unos diez días después, mi hijo regresó... para quedarse... y había una especie de júbilo en el aire. “[…] Regresar es volver al hogar después de haberlo abandonado, un volver después de haberse ido. El padre que da la bienvenida al hijo está muy contento porque éste, ‘estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado’ (Lc 15,32). La inmensa alegría al volver el hijo perdido esconde la inmensa tristeza de la marcha.”[1]
Pero, ¿qué lo hizo decidirse a regresar a casa?
Mi hijo estaba esa mañana en algún parque, sólo y abrumado, observando unas ardillas que comían y correteaban por ahí. Estuvo mirándolas mucho tiempo y, como si Dios le hablara a través de ellas, simplemente supo, ¡con todo su ser!, que no podía seguir así, que debía cambiar de rumbo y debía hacerlo YA, porque su vida estaba a punto de arruinarse.
Entonces se dirigió al negocio de su papá y le dijo:
- ¡Por favor ayúdenme a salir de esto!. Estoy cansado. Quiero cambiar de canal.
Su padre lo llevó a casa. Vi entrar a ese “ancianito” flaco y maloliente en que estaba convertido mi hijo. Lo abracé y lo envolví en el perfecto amor incondicional que salía a borbotones desde mi alma luminosa
…Y todos lloramos…