Tú mismo tienes que hacerte visible, porque nadie lo hará por ti. Con esto quiero decir que necesitas asumir la responsabilidad de tomar tu lugar donde quiera que estés, y más ampliamente, en el mundo. Esto significa defender tus derechos, pedir lo que te corresponde, quedarte en tu lugar cuando alguien, con una actitud apabullante te lo quiere arrebatar, y plantarte (literal y metafóricamente) bien firme, con los pies bien puestos en la tierra, el cuerpo erguido, la mirada al frente y tu energía firmemente posesionada, ocupando, realmente ¡ocupando! tu lugar en el mundo.
Insisto, si yo no lo haces tú, nadie lo hará por ti.
Esta actitud que recomiendo no tiene nada que ver con arrebatar, abusar o invadir a otros. Es más, ni siquiera tiene que ver con los otros. Significa sola y simplemente, hacerte presente a ti mismo, reclamando el lugar en el mundo que por derecho y por el simple hecho de existir, te corresponde.
Mi paciente Liliana me contó algo que le ha costado años superar. Ella es la hija menor de 7, y por esta y otras circunstancias, fue criada por una mamá que ya estaba sumamente cansada de cuidar niños. Su abuelo abandonó a la familia cuando su mamá era una adolescente, lo que sumió a la abuela en una profunda depresión de la que al parecer nunca se recuperó. Esto la incapacitó para hacer su rol de madre, de tal forma que la mamá de Liliana tuvo que tomar ese lugar y hacerse cargo de criar a sus pequeños hermanos. Cuando se casó, seguro ya estaba cansada de criar niños. Aun así tuvo 7 propios y la menor de ellos, Liliana, quien además “se coló” cuando su mamá ya se había hecho la salpingoclasia con el fin de no tener más bebés. El inesperado embarazo y nacimiento de Liliana generaron en su mamá cierto resentimiento y molestia hacia la criatura, que llegó sin haber sido invitada.
Esta creció en medio de una total indiferencia de su cansada y desmotivada madre, que además sin tapujos mostraba su enfado cuando Liliana, sedienta de cariños se le colgaba del cuello buscando un abrazo, o se aferraba a su brazo o a su falda para buscar su atención, hechos que hacían que la mamá le dijera irritada: “ay, hazte para allá”. Liliana dice que daba la impresión de que el contacto físico con ella o su sola presencia, le picaba.
Como ya lo mencionamos, cuando nos convertimos en adultos tenemos la capacidad de entender que nuestros padres hicieron lo mejor que pudieron, que también tenían sus propios problemas emocionales y de otra índole y tal vez hasta lleguemos a comprender profundamente las causas de sus limitaciones y errores. No obstante, cuando somos niños, no podemos comprender todas esas cosas; simplemente, somos directamente afectados por ellas. Un niño nomás experimenta las vivencias, no las razona y mucho menos las comprende.
Así pues, Liliana sufrió sin duda las consecuencias de la falta de amor, de la indiferencia y del rechazo que fue el sello que marcó toda su infancia. Cuando se convirtió en adulta se involucró en un profundo y comprometido proceso terapéutico que le fue de invaluable ayuda para sanar esas heridas. Al paso de los años la relación con su mamá se volvió cercana y amorosa, sobre todo, en los últimos años de la vida de esta.
El evento que a Liliana le ha costado mucho superar, fue uno donde no defendió su derecho a mantener el regalo que, en cierto momento, la vida le estaba otorgando.
Su mamá estaba agonizando después de varios días de estar gravemente enferma. Por azares del destino, o quizá por uno de esos movimientos de la vida en los que no se mide en los generosos premios que nos da, Liliana estaba sentada en la cama junto a ella; con la cabeza de su madre recargada en su regazo y sus brazos rodeándola. Liliana sentía una profunda, mágica, milagrosa conexión de amor con su mamá, como nunca antes había experimentado o siquiera imaginado que fuera posible. Aunque su madre ya no le hablaba, el amor que fluía entre ellas y todo lo que se decían sin palabras era maravilloso. Los corazones dolidos de ambas se reconciliaban, quedándose en completa paz.
En eso, entró a la habitación una hermana de su madre, y dominante y autoritaria como es, le dijo a Liliana que saliera de la habitación porque ella y otras amistades que acababan de llegar, iban a rezar. Liliana obedeció en automático, movió suavemente la cabeza de su mamá de su regazo a la almohada y salió.
Al paso de unos pocos minutos, recapacitó, dándose cuenta de que soltar a su mamá le partió el corazón. Sintió que para ambas se había interrumpido abruptamente un momento único, sublime y divino. Y a fin de cuentas, ¿quién era su tía para ordenarle dejar a su mamá sobre la fría cama, en lugar de permanecer en los tibios y amorosos brazos de su hija? ¿Por qué tenía que salir? ¿Acaso no podían rezar mientras Liliana estuviera sosteniendo su cabeza?
Liliana recobró la “cordura” y se dijo a si misma que nadie iba a interferir en su proceso de despedida con su mamá y que retomaría su lugar; la vida le había dado semejante regalo y lo tomaría de regreso.
Volvió a la habitación y antes de que pudiera instalarse de nuevo en el lugar donde estaba, su madre dio el último suspiro.
“¿Por qué obedecí a mi tía como si yo fuera una niñita? ¿Por qué permití que fuera interrumpido ese momento especial que la vida me regaló? ¿No hubiera sido mejor para mi madre morir acunada en los amorosos brazos de su hija que sola sobre la inhóspita cama?” Fueron preguntas que se agolparon en su mente una y otra vez durante casi un año.
A partir de esa experiencia, Liliana aprendió una importante lección: protegerse a si misma, defender sus derechos, ¡TOMAR su lugar!
Existe otra faceta de la que es importante hablar respecto a este asunto de sanar la propia invisibilidad, y es, que es necesario comprender que cuando nos convertimos en adultos, somos totalmente responsables de resolver nuestros conflictos de la vida, así como de crear nuestra propia prosperidad, salud, felicidad y relaciones sanas, y en el tema específico que nos ocupa, de sanar nuestra invisibilidad, tomando la responsabilidad total sobre ella. Es decir, si constantemente nos invalidan, nos excluyen, nos arrebatan, deberíamos preguntarnos: ¿qué estoy haciendo yo para que esto me suceda constantemente?
Veamos un ejemplo:
Eduardo, un padre primerizo de 29 años, se queja de que su esposa lo hace sentir un cero a la izquierda en relación al cuidado de su bebé de 9 meses. Al pedirle que explique a qué se refiere, argumenta que acapara todo y no le da oportunidad de llevar a cabo ninguno de los cuidados del bebé.
Su esposa, una joven muy inteligente, abierta y sana, explica que no se había dado cuenta de que esto estuviera pasando y se muestra totalmente dispuesta a hacer cambios. Ambos negocian respecto a qué parte de los cuidados del bebé le tocarán a él, etc.
Al paso de los días, se va perfilando claramente el hecho de que es él quien se excluye a si mismo. Cuando toca cambiar el pañal al bebé, o bañarlo, o cualquier otra de las actividades que EL MISMO pidió que le correspondieran, resulta que justamente en ese momento está demasiado ocupado en sus cosas. Como todos sabemos, no es posible hacer esperar al bebé una hora para que coma, duerma o cambiarle un pañal sucio, porque papá (a quien le toca hacerlo porque así lo pidió) está muy ocupado. Ante la pasividad del padre, la madre toma acción y lo hace. Al paso de unos días el marido está molesto porque –dice- ella no cumplió con los acuerdos y sigue acaparando todo. Expresa una vez más, que se siente invisible, excluido, un cero a la izquierda.
Costó un buen rato llevarlo a darse cuenta de que es él quien se excluye a si mismo, no sólo en el contexto de su incipiente familia, sino en muchos otros. En su familia de origen, en el trabajo, con los amigos, tiende a tener esta actitud extremadamente pasiva y auto excluyente, que lleva a los otros a tomar acciones que le parecen invasivas.
La vida es así; en todas nuestras relaciones se establecen de manera inconsciente y automática, dinámicas basadas a la actitud que los involucrados tenemos. Si en todos los contextos donde me muevo me excluyen e invalidan, algo estoy haciendo yo para que eso suceda. Soy yo mismo sin duda alguna, quien dejo mi lugar vacío, por lo que otros lo tendrán que ocupar.
Si me quedo callada, si no digo lo que pienso, si no afirmo mis derechos, entonces no me puedo quejar de que excluyan e ignoren.