Temas para vivir mejor

Las cinco semanas de ausencia


Al día siguiente se fue. No quiso decirnos con exactitud dónde viviría. Te confieso que aunque estaba devastada, una parte mía se sentía liberada,  lo cual me causaba una culpa tremenda. Pero estaba exhausta, ¡harta!.  

Qué ilusa fui al suponer que una vez que se fuera estaría mas tranquila; la verdad es que en las cinco semanas que estuvo fuera de casa, yo toqué los niveles mas profundos del tormento: el no saber dónde y cómo estaba, si comía o no, si le habría pasado algo, si estaba vivo. 

Lo buscaba en cada joven que veía en la calle, la comida se me atoraba en la garganta al pensar si mi hijo habría comido ese día, pensaba que nunca más iba a poder sentirme feliz. Me parecía que era una tontería que algunos padres  se preocuparan por cosas como: que su hijo sacó bajas calificaciones, que no tendió la cama, que peleó con el hermano, que andaba mal vestido,  que traía el cabello largo, cuando yo sentía que lo que estaba sucediéndole a mi hijo era lo peor, una verdadera tragedia.

La oscuridad de las noches era nada comparada con la noche oscura del alma en la que yo estaba sumergida. Dormía poco, lloraba mucho, oraba mucho.

A lo largo de esas cinco semanas ocurrieron eventos muy duros para mí  que en su momento fueron espantosos, pero me  llevaron  a una fortaleza espiritual invaluable.

Uno de esos días le llamé a una de mis dos mejores amigas de entonces. Me sentía triste y desesperada; necesitaba verla y platicar con ella, pero no pudo. Recuerdo que era un martes y me dijo:  

- ¿qué te parece el viernes?  Hasta entonces tengo tiempo.  

Yo le respondí:

- de aquí al viernes es una eternidad, pero no te preocupes, mejor olvídalo.

Unos días después, estaba yo hablando con ambas,  contándoles los últimos sucesos de lo que estaba pasando. Ellas, con la intención de ayudarme, comenzaron a decirme cómo debía haberlo hecho, qué errores estaba cometiendo, qué debía y qué no debía hacer o decir. Entonces, una avalancha  de indignación surgió de mi interior y les dije:  

Cada cosa que les platico me dicen como debí  haberlo hecho y quizás tengan razón, pero cada comentario de ustedes incrementa la carga de culpa que estoy llevando, ¡y ya no puedo más; un gramo más de culpa y me muero! Entonces, prefiero no platicarles nada a menos que puedan solamente escucharme sin juzgar.

Ambas permanecieron calladas. Yo hubiera querido que me respondieran: “claro, cuenta con eso, te comprendemos, no vamos a juzgar, sólo te escucharemos y te consolaremos”.   Pero no pudieron.  Simplemente no pudieron. Ambas eran mujeres maduras, inteligentes, con mucho trabajo personal, amorosas, comprensivas, pero no pudieron estar conmigo en ese trance. 

Al reflexionar al respecto llego a la conclusión de que, ya que ambas tenían en su historia personal la experiencia de un familiar adicto, mi situación con mi hijo les movía fuertemente esas dolorosas vivencias guardadas en el archivo profundo de su memoria.

El caso es que desde ese día no volví a hablar con ellas de mi hijo… y no preguntaron.  No es que no me quisieran, no es que no les importara, es que a veces la gente que nos ama, simplemente no puede acompañarnos en una experiencia dolorosa porque nuestro dolor reactiva su propio dolor, lo cual puede resultarles insoportable o por lo menos muy difícil de sobrellevar.

Un día llegué a casa al medio día, como de costumbre después de una mañana de trabajo. Al entrar a  la sala quedé pasmada: uno de los ventanales estaba roto, una parte de la reja de protección destruida, vidrios y un poco de sangre regados por el piso,  más sangre en la computadora y en una pared. 

Revisé el resto de la casa: mi closet abierto y volteado al revés. Sobre mi cama ropa, papeles, cajones vaciados. Era evidente que había habido un robo.  Noté de inmediato la ausencia de mi grabadora, mi cámara de video, mis anillos, mis pulseras, mis relojes. 

Pensando que nomás esto me faltaba, busqué inmediatamente los servicios necesarios para reponer el vidrio roto, cambiar las rejas de protección y arreglar el desorden.

Al día siguiente, debido a que mi hija Marcia estaba de vacaciones de la universidad, mi ex esposo me acompañó a contratar un policía mientras yo me iba a trabajar,  porque no quería dejar a mi hija sola en casa, pero tampoco quería dejar la casa sola, ya que no estaban terminados los trabajos de reparación de vidrios y  protecciones.  Me enviaron a una agradable mujer policía que se quedó cuidando la casa durante la mañana. Pensaba en esos ladrones hurgando mi intimidad y me sentía horriblemente invadida y expuesta.  

En ese tiempo tenía yo una relación de pareja con un buen hombre, maduro y amoroso que me ofreció quedarse  en la tarde para supervisar lo poco que faltaba de los trabajos de reparación.  

Cuando llegué de mi consultorio en la noche, él y mi hija tenían una expresión rara en la cara.  El me dijo: siéntate, y me empezó a contar que  mientras estaba en casa, alguien quebró el domo del baño y entró por ahí.  Al escuchar el ruido  fue para ver de qué se trataba y se encontró con que era mi hijo; tenía por cierto los antebrazos llenos de cortadas frescas, en proceso de cicatrizar.

No hubo necesidad de decir más, los tres lo entendimos: fue  mi hijo el que un día antes había entrado junto con un amigo a robar su propia casa y al ver que habíamos reforzado las protecciones,  se metió por el domo del baño con la intención de robar... su propia casa... por segunda vez.

No hay palabras para describir lo que sentí.  Esto sí que destrozaba todos mis esquemas; mi propio hijo, en quien meses antes confiaba ciegamente,  a quien le daba el dinero para depositar y la tarjeta para retirarlo, ahora había robado mi casa, su casa. 

  Recordé de inmediato un caso idéntico de una familia que un par de años atrás yo había atendido, cuya hija adolescente se drogaba y junto con su novio, había robado su casa. Cómo juzgué duramente en mi interior a esos padres y diagnostiqué tan a la ligera el hecho como “gran resentimiento de la hija hacia ellos”.  Ahora yo estaba viviendo exactamente lo mismo.  ¡Qué cosas de la vida!

Cuando un año después estudié un entrenamiento para terapeuta en alcoholismo y adicciones, conocí y comprendí muchas cosas respecto a la adicción, entre ellas que, justamente uno de los  síntomas de esta enfermedad es robar.

 En algún punto de su oscura jornada, los adictos mienten para conseguir dinero, y/o roban y cometen toda clase de actos deshonestos, comenzando con sus seres queridos, para vender las cosas y comprar droga o para intercambiarlas por ésta.   Están tan atrapados en la necesidad de consumir, que hacen lo que  sea para conseguir la sustancia. Las drogas y el alcohol destruyen el código de ética de las personas,  nulifican sus valores y todo en su vida está supeditado a su necesidad de consumir.

“Es sorprendente la habilidad de la adicción para vencer aun a la persona más sensible y moral. He visto a muchos médicos, maestros, ministros y otros de alta inteligencia y gran fuerza moral, volverse deshonestos e irresponsables por sus adicciones. Tanto ellos como aquellos que los conocen bien se sorprenden por esto, porque subestiman el poder de la adicción para controlar la conducta humana, a pesar de la inteligencia o el carácter.” [1]

Pues bien,  después de ese robo yo ya no podía más; ¿en qué iba a acabar mi amado hijo? ¿Qué podía yo hacer? ¿Cómo ayudarlo?  Me sentía atrapada, impotente. En secreto desee que fuera mi paciente en lugar de mi hijo, porque así podría transferir el caso a otro terapeuta si ya no podía con él. 

La noche de ese día, mientras meditaba y oraba, confronté la realidad en todo su esplendor: ¡no podía huir de eso, no podía evadirlo, ¡se trataba de mi propio hijo!. Y entonces, con cada una de mis células estremeciéndose y vibrando al unísono; con ríos de lagrimas corriendo por mi cara, extendí los brazos, y con una pasión e intensidad que llevó mi mensaje a todos los rincones del universo, expresé:   “Dios.... acepto vivir ésta experiencia, ni modo, la TENGO que vivir,  le abro los brazos, la bendigo y decido creer  que está sucediendo para algo bueno... lo único que pido es fortaleza y sabiduría para enfrentarla; lo único que pido es: ¡por favor cuida a mi hijo!, llévalo de día y de noche en la palma de tu mano”.



[1] “THE SELFISH BRAIN” Learning from addiction.  Robert L. Dupont. Ed. Hazelden.  Minnesota. 2000 pág. 112 (párrafo traducido por la autora)

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