Diana es una niña de 8 años.”Llora mucho”, dice su mamá. “¿Y por qué llora?”, le cuestiono; pues, “no lo sé”. “¿No le has preguntado?” indago; “pues la verdad no” responde la mamá.
Acto seguido le pregunto a la criatura porqué llora tanto, y como si estuviera sedienta de que alguien le preguntara, me responde de inmediato: “porque nadie me hace caso”. Comienza a contarme una tras otra, sus “quejas” acerca de cada uno de sus hermanos, su mamá y su papá. “nadie me hace caso” vuelve a decir, “ni siquiera el padre Luis” (el sacerdote de la familia). Resulta que niña le pidió una cita para hablarle de sus dolores. El padre le dijo que la vería el sábado a las 10 de la mañana en su oficina al lado de la iglesia. Ese día Diana se levantó muy entusiasmada, se arregló y desayunó recordándole a su mamá constantemente, que tendría que llevarla a tiempo a su cita con el sacerdote.
Llegaron a la iglesia, y pocos minutos después él se presentó en la sala de espera donde aguardaban Diana y su mamá, para decirles que iba a atender a una señora y no tendría tiempo de hablar con la niña.
Diana regresó a su casa desilusionada. “Lloró mucho rato” dijo la mamá. El papá preguntó que ahora porqué lloraba esa niña; cuando la mamá le contó se dirigió a su recámara para decirle enojado, que esa no era razón para llorar, que para qué había molestado al padre pidiéndole una cita, que estaba siendo una egoísta porque había gente que de veras tenía problemas importantes, etc.
Ignorar o minimizar los “problemas” de un niño, le hace sentir que no importa, y que no merece que dediquemos tiempo ni energía en escuchar sus cosas, las que consideramos como tonterías. Los problemas de una criatura son para ella tan importantes y devastadores, como los de los adultos son para ellos.
Diana es la menor de una familia de 5. La llaman “el pilón”, tal como erróneamente infinidad de padres se refieren al hijo que nació casi por accidente, varios años después del que habían considerado el último que tendrían.
La palabra pilón significa, según el diccionario Wikipedia: “un pequeño extra que regala el vendedor al comprador cuando la venta fue buena”. Desde el momento en que llamamos así a un niño, se le está mandando entre líneas un degradante mensaje respecto a sí mismo.
Por lo general estos hijos que nacen cuando la familia ya se consideraba completa, son educados en uno de dos extremos: puede ser que los padres (especialmente la madre) lo tome como “su compañerito” porque ya los demás se están yendo, de forma tal que forma con él/ella una relación de dependencia y apego que a veces llega a niveles verdaderamente insanos. Cuando esto sucede, se trata de madres que no tienen una vida propia, y el único sentido de su existencia se establece alrededor de los hijos. Si los mayores se están yendo, el erróneamente llamado “pilón” le cae de maravilla para llenarle los vacíos de su insatisfactoria vida.
El otro extremo en el que se cae con estos hijos, es el que se daba en la vida de Diana. Los padres ya están cansados de criar hijos, y ya no tienen la energía que poseían cuando eran más jóvenes y estaban en pleno proceso de formar a su familia; esto les lleva a desatender en gran medida las necesidades del hijo menor, que además se percibe como un advenedizo que se coló en la familia sin invitación.
Los hermanos mayores de estos niños (ya adolescentes o adultos) están tan ocupados en sus propios asuntos, que el hermanito menor con sus preguntas, sus variadas peticiones y sus solicitudes de que alguien juegue con él –con el consecuente llanto cuando no lo consigue- les parece una monserga que no les queda otra más que soportar.
Aun cuando podemos entender lo difícil que pueda ser lidiar con un hijo o hermanito cuya edad no tiene nada que ver con la etapa de vida que el resto de la familia está viviendo, el punto a resaltar es que el niño tiene el derecho de pasar por todas sus etapas de vida como lo hicieron los otros hermanos y tiene sus necesidades que requieren ser atendidas. Todo lo demás nunca será una justificación para que estas no le sean satisfechas.
Otra conducta que lamentablemente muchos padres presentan y que lleva a los niños a sentir que ellos no importan en lo absoluto, es la de pelear, discutir y gritar cotidianamente, como en el caso de la familia de Eduardo.
Él es un niño de 8 años. Sus padres discuten cada minuto de cada día desde hace muchos años. Por lo general las discusiones son a gritos y aunque rara vez en volumen bajo, siempre el tema son tonterías sobre las que redundan una y otra vez en un vano intento por ganar cada uno, la lucha de poder en la que viven.
Distraídos como están en sus discusiones, además de las múltiples ocupaciones laborales del padre y sociales de la madre, les llevan a prestar poca atención a sus 3 hijos, quienes la mayor parte de la tarde, lo invierten viendo televisión o jugando videojuegos… las dos nanas electrónicas favoritas de muchos padres.
La noche de un viernes se suscitó una larga y estridente discusión entre los padres, que aunque peleaban metidos en su recámara, los gritos invadían toda la casa. Eduardo, cansado, abrumado y asustado se metió con su almohada en un hueco detrás de la secadora de platos que estaba encendida, con el fin de amortiguar con ese sonido los gritos de sus padres. En unos minutos se quedó dormido y pasó ahí toda la noche.
El niño convirtió esta conducta en un hábito que le servía para dejar de oír lo que tanto le angustiaba escuchar. Pasaron varias semanas para que sus padres se enteraran, y esto fue debido a que un sábado se quedó ahí dormido hasta tarde; al llegar la empleada doméstica lo encontró en su escondite e informó a sus padres.
Las peleas de los padres, vistas desde la perspectiva de un niño, son realmente terroríficas, no sólo por los estruendosos gritos y violentas acciones o ademanes que las acompañan, sino también por las cosas que se dicen en el proceso: “ya no te soporto me voy a ir de la casa; mejor hay que divorciarnos; eres un/una…” todo lo cual en verdad asusta y angustia a los niños. El susto y la angustia se incrementan con el hecho de que ellos se la creen. Cada vez que los padres dicen que se separarán, los niños lo consideran una verdad. Es algo muy cruel estarlos preocupando con amenazas que en realidad los padres no tienen la intención de realizar.
Cuando los padres gritan, se ofenden mutuamente, o se agreden físicamente, los niños sufren las mayores angustias posibles. Existen muchos adultos que vivieron estas situaciones en su infancia y que expresan el intenso sentimiento de dolor y terror en el que vivían.
Los niños con padres como estos, crecen convencidos de que ellos simple y llanamente y sin lugar a dudas, no importan. Lo que sientan no importa, lo que necesiten no importa, el daño que se les haga no importa… ellos no importan. Sentir que uno no importa, es uno de los más fuertes sentimientos que caracterizan a un ser invisible.
El simple hecho de nacer, sean cuales fueren las circunstancias y razones por lo que esto sucedió, le da a ese ser el derecho a ser amado, atendido, protegido y “visto”. Esa es una de las bellezas de la vida.