Carlos, de 13 años, es un apasionado fanático del futbol soccer, tal vez en parte, como una forma de identificarse con su papá y sus 2 hermanos mayores, a quienes también les encanta. Como parte de su atracción hacia dicho deporte, espera con gran entusiasmo los eventos especiales como campeonatos mundiales o los encuentros entre sus equipos favoritos, para los que casi siempre su papá compra entradas para Carlos y sus 2 hermanos.
Sin excepción alguna, Carlos, convencido de que irá, se emociona hasta el punto de brincar y gritar de gusto cuando su padre llega con los boletos en la mano. Sin embargo, con gran frecuencia se lleva grandes desilusiones porque a la mera hora el padre, sin más ni más, decide otro destino para el boleto de Carlos: el amigo que acaba de llegar de visita, el compadre que le llamó justo el día anterior, el vecino que se encontró al llegar del trabajo y a quien también le entusiasma el evento en cuestión.
Invariablemente, a pesar de que su padre le hace esto 8 de cada 10 veces, Carlos sigue creyéndole y entusiasmándose intensamente una y otra vez, así como una y otra vez se siente dolorosamente desilusionado cuando su padre… una vez más… le falla.
Si lo ves con tus ojos de adulto, probablemente te preguntes por qué Carlos sigue creyendo cuando su padre le ha dado tantas muestras de que no cumple sus promesas, e incluso, tal vez catalogues al chico como un tonto por confiar una y otra vez, en la banal palabra de su padre.
La verdad es que el corazón de los niños y adolescentes necesita creer en sus padres; dentro de los chicos –sin importar cuántas veces les fallen- siempre existe la esperanza de que “tal vez ahora si”.
No creer en la palabra de sus padres los haría sentir asustados, inseguros y perdidos en el mundo, porque ellos (y todo lo que sale de estos) es su sostén. Así pues, cada vez que los padres expresan, ofrecen o prometen algo, los hijos lo vuelven a creer, aun cuando haya habido innumerables ocasiones en las cuales no han cumplido, y aun cuando el creerles traiga consigo el riesgo de otra dolorosa desilusión.
Esto también explica el porqué lo que los padres dicen que su hijo es, se convierte en la verdad absoluta para él, de manera tal que, sea cual fuere el mensaje que constantemente le envían (eres un flojo, un tonto, eres malo, feo, inútil, maravilloso, amado, merecedor, valioso, etc.) el hijo lo cree ciegamente.
En el caso de Carlos, cada una de las mencionadas acciones de su padre (que rayan en lo cruel), le mandaron este mensaje: “Tú no eres importante, mis amigos lo son más; tú estás en último lugar; tú no mereces; tú no existes”. El hijo termina creyéndolo y así desarrolla patrones de comportamiento que le acompañarán toda la vida, y relaciones en la cuales el otro le falle, incumpla o traicione constantemente, tal como lo hizo su padre.
Cuando sanamos las heridas de la infancia o adolescencia, cuando trabajamos en un proceso de curación interior, podremos cambiar esos patrones y seremos capaces de darnos a nosotros mismos ese lugar digno que todos merecemos.
La adolescencia es una etapa que puede resultar engañosa, en el sentido de que nos puede dar la impresión de que nuestros hijos ya no nos necesitan o incluso, que nos quieren lo más lejos posible. Parecen tan independientes, tan capaces de tomar sus decisiones y tan libres, que con frecuencia los padres nos la creemos.
La verdad es que tu hijo adolescente te necesita muchísimo más de lo que estaría dispuesto a reconocer. Numerosos estudios muestran que ellos no desearían que sus padres los dejaran hacer lo que les da la gana, porque ello los haría sentir inseguros, perdidos y asustados.
Debido a esa confusión en la que los padres de hijos adolescentes pueden caer, y al hecho de que los adolescentes prefieren estar alejados de los adultos, se corre el riesgo de soltarlos prematuramente y de comenzar a ignorar sus cosas, prestando poca atención a sus necesidades, comportamientos y posibles conflictos existenciales que tan comunes son en esta etapa de la vida.
En otro sentido, cuando los hijos han llegado a la adolescencia, los padres están en una edad en la que –por todo lo que implica esa etapa de la vida- se siente un fuerte impulso para realizar proyectos personales. Aunado a la aparente y engañosa independencia de los hijos que ya hemos mencionado, es posible que los padres se enfrasquen en sus asuntos personales, con tanta intensidad como no lo habían hecho cuando sus hijos eran pequeños. Esto puede traer como consecuencia que pasen poco tiempo con los hijos o que no presten atención ni supervisen a sus adolescentes, lo cual a veces llega a un extremo nada sano.
Hace unos días conocí a una familia que bien puede ser ejemplo de uno de estos casos. Los padres son propietarios de una empresa exitosa, que les proporciona buenas ganancias y satisfacciones. Debido a las exigencias de la empresa, además de sus hobbies personales y actividades sociales, se mantienen extremadamente ocupados. Tienen una hija de 19 años y un hijo de 16. Este va y viene a cualquier hora, lugar y día, y en pocas palabras hace lo que le da la gana, sin que sus ocupadísimos padres siquiera se enteren.
El colmo fue hace una semana, cuando su hija de 19 años les dijo: “¿están enterados de que mi hermano no ha regresado a casa desde el jueves?” (Era domingo en la tarde). Pues no, no estaban enterados. Al oír esto, los sorprendidos padres pusieron el grito en el cielo y de inmediato empezaron a hacer llamadas para localizarlo. Cuando la hija vio el alboroto les dijo: “¡Uy qué escándalo, si lo hace a cada rato!”
¡Esto sí que es indiferencia!