Temas para vivir mejor

EL COMPROMISO SAGRADO


“Hijo: Si quieres amarme bien puedes hacerlo

tu cariño es oro que jamás desdeño

mas quiero comprendas que nada me debes 

soy ahora el padre, tengo los deberes.

 

Nunca en mis angustias por verte contento

He trazado signos de tanto por ciento.

 

Ahora pequeño, quisiera orientarte

Mi agente viajero llegará a cobrarte

Será un hijo tuyo, gota de tu sangre

Presentará un cheque por cien mil afanes

 

Llegará a cobrarte

Y entonces mi niño  como un hombre honrado

A tu propio hijo deberás pagarle.

 

                                        

                                                          Ruyard Kipling

.

 

         Un compromiso no es una obligación, es una elección voluntaria, una decisión personal de involucrarse de cuerpo entero en algo.

 

         Ser padre, ser madre, es el más honroso y sagrado compromiso  que adquirimos con la vida, compromiso que algunos deciden no cumplir, abandonando física, material o emocionalmente a sus hijos; compromiso que otros deciden cumplir quejándose, lamentándose y reclamando a sus hijos por todos los sacrificios, el dinero gastado, el esfuerzo hecho día con día. Compromiso que otros, por desgracia los menos, cumplen amorosamente aun con todas sus limitaciones, agobios y errores.

 

         El dar es siempre en sentido descendente, de las generaciones mayores a las generaciones que siguen, y un padre no tiene derecho a reclamar a sus hijos por todo lo que les da, porque, llamando las cosas por su nombre, en el preciso momento en que lo tuvimos  aceptamos el paquete completo que ello conlleva. Aun en el caso de que el hijo haya sido producto de un descuido o una falla en el método anticonceptivo, pudiste haberlo dado en adopción.  Esta cruda forma de hablar no es más que la verdad, aunque, tristemente abundan los padres que de mil maneras mandan a sus hijos el mensaje de “me lo debes”.

 

         Una madre se quejaba diciéndome lo mucho que gastaban en la educación de sus hijos, a lo cual sin rodeos respondí que parte de su compromiso como madre era dar educación a sus hijos. 

         Ella me dijo:

         -mi compromiso es darles educación, pero no necesariamente en escuelas tan caras como a las que van ellos-, entonces le respondí:

         -esa es tu decisión, gastar tanto dinero en escuelas es tu decisión y  no tienes por qué culpar a tus hijos por ello. Explora en tu interior para que reconozcas los verdaderos motivos por los cuales los tienes en esas escuelas, porque es obvio que por amor no es.  

 

         Siendo este uno de esos casos en los que la confrontación trae resultados muy positivos, efectivamente ella reconoció que en parte era por status e imagen, en parte por darles lo que ella no tuvo de niña,  en parte por fastidiar a su hermana mayor con la que siempre había rivalizado y quien no podía ni en sueños pagar ese tipo de escuelas y en parte también por un interés genuino de dar a sus hijos la mejor educación posible.

 

         Pero entonces ¿por qué quejarse constantemente con los hijos por ese gasto, cuando hay tantos intereses personales de por medio?  Le sugerí que reencuadrara su percepción de la situación suponiendo que esa gran cantidad de dinero que gastaba en escuelas era el precio que pagaba por todos aquellos premios al ego que obtenía con esto,  para que dejara de una vez por todas de lamentarse; podía también cambiarlos a instituciones menos caras.  Su otra alternativa -ojalá la haya elegido- sería pagar esas cuentas escolares con amor.

 

         Una cosa es clara, cuando tienes esa sensación de que tus hijos te deben algo, lo expreses o no, sin lugar a dudas no estás haciendo tu función de proveerlos desde el amor; tal vez desde la obligación, la imagen,  la incapacidad de decir NO –porque hay que saber cuándo decir NO a los hijos-  pero no desde el amor.

 

         Comprarles unos tenis caros con esa carga de enojo, recordarles día a día lo mucho que te costaron, hacer las veces de espía para checar como se van deteriorando y entonces volverles a recordar lo mucho que costaron, y así hasta el infinito.   Ahora dime, ¿para qué?. Mejor hubiera sido no comprarlos.

 

         ¡He oído tantos reclamos de padres y madres hacia sus hijos! madres solteras, viudas o divorciadas, reclamado que no se volvieron a casar por sacarlos adelante; madres amargadas reprochando que dedicaron su juventud a ellos, desgastando sus cuerpos y sus energías por su causa; padres frustrados que casi llevan una lista de lo que han gastado en mantenerlos y lo duro que trabajan para ellos;  padres que siempre dan el dinero de mala gana, acompañado con una retahíla de reclamos, condiciones o amenazas; madres que le dicen a la hija que está a punto de casarse o irse de viaje: “una los cría, se sacrifica por ustedes, da la vida por ustedes y de pronto, así de fácil se van y nos dejan solos”.

 

         Y he oído peores cosas, como esa madre que acudió a una sesión de terapia con su hijo adulto y cuando éste, ahí en la tibia seguridad del consultorio se atrevió a decirle por primera vez en su vida:

         -mamá, te quiero mucho-, la respuesta de la madre fue:

         -es tu obligación quererme, ¡después de todo lo que he hecho por ti!...

           A su hijo, como a mí, se nos partió el corazón.

 

         Sin duda todos los padres deseamos que nuestros hijos sean buenas personas,  generosos con nosotros y con los demás, y yo estoy convencida de que automáticamente lo serán si primero reciben con amor de nosotros, sus padres. ¿Cómo dar algo que no se ha recibido ni siquiera en los años de la más tierna infancia? ¿cómo aprender a ser generoso cuando lo que se nos dio tuvo siempre el sello de “me lo debes”? ¿cómo aprender a dar, si no recibimos?.

 

         Pero por favor no me malinterpretes.  No quiero decir que les des a tus hijos  todo lo que pidan, no quiero decir que jamás les exijas que cooperen y te ayuden y que no les pidas que reconozcan, aprecien, valoren y cuiden lo que les das y lo que haces por ellos; quiero decir que abraces amorosamente tu sagrado compromiso de ser padre, que cualquier gasto, sacrificio, renuncia, esfuerzo que hagas en el cumplimiento de este, intentes hacerlo desde el amor, lo intentes al menos.

 

         Mi experiencia como madre ha sido enriquecedora, he recibido y aprendido tanto de mis hijos, que si  por ociosa curiosidad me pusiera a hacer una lista de todo lo que yo les he dado y todo lo que ellos me han dado, seguramente les salgo debiendo.  Ser madre, con todo lo que día con día esto implica, ha sido una de las experiencias más importantes de mi vida. Lo he hecho de la mejor manera que he podido, a veces muy cansada, con todas mis limitaciones, mis incapacidades, mis errores, mis dudas; con los dolores y las necesidades insatisfechas que llevo dentro;  con mi constante búsqueda de saber más y ser más; con mi luz y mi sombra, con mi alegría, mi intensidad y mi pasión; con mi sabiduría y mi ignorancia, y con muchísimo amor.   Los momentos de mi vida en que he sentido que amo de verdad, con el amor más sublime, el perfecto, el incondicional, ha sido con mis hijos; gloriosos momentos, breves flashazos en los que he tocado mi alma, ahí donde soy perfecta, y me he dicho con una profunda certeza: “esto debe ser el amor verdadero e incondicional”.  He crecido mucho a través de mis hijos, sin ellos no sería la persona que soy,  y me encanta lo que soy.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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